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Vivir es agotador

Entre las grandes incógnitas de la humanidad una es la del furor veraniego. No es fácil responder qué mueve tanta pasión estival entre el común de los mortales y menos todavía ese afán por ocupar la primera línea de playa. El mes de agosto sólo pueden disfrutarlo las personas aparentemente normales. Como cada verano realicé un trabajo de campo en Cullera, toda una heroicidad por mi parte, alguien que añora el silencio, la quietud y detesta el bullicio. Puesto que la universidad no publica mis investigaciones –lógico tratándose de una mercancía barata del capitalismo– apuntaré aquí algunas conclusiones provisionales e imperfectas.

La gente se afana en plantar su sombrilla a las ocho de la mañana, hora establecida por el consistorio y a partir de la cual familias enteras –ruidosas y con criaturas, todo un drama– ocupan la orilla del mar durante una larga jornada. A diario y sin control de drogas o alcoholemia a la vista. La sombrilla la clavan señores de avanzada edad que expresan con gesto corporal una suerte de orgullo patrio, entiendo que satisfechos por la hazaña que supone reservar para su prole esa parcelita. A buen seguro que estos tipos no realizan ningún otro trabajo el resto del día, de ahí, por tanto, su enorme satisfacción y complacencia. Sentirse útil rejuvenece y la existencia de estos pobres desgraciados cobra sentido con ese gesto de reconocimiento familiar. Puede que el domingo hagan el enorme esfuerzo de cocinar la paella como broche de oro a una semana de éxitos o fracasos, según se mire. De hecho, si algo sugiere la playa es un espíritu democrático de incalculable valor. Hacinado entre las sombrillas resulta difícil distinguir al catedrático de ética del indocto. El bañador no entiende de clases sociales. Poco importa si el señor pegado a tu toalla es millonario o pobretón pues la estética playera carece de miramiento. El joven atlético y guapo que pasea delante tuya no tiene donde caerse muerto aunque desprende una dignidad estética inalcanzable para la mayoría de adefesios embadurnados de crema protectora. El espejo del mar es implacable y ahí no luces tu coche de lujo u otros ornamentos.

A sabiendas de que la playa es un espacio cruel y hostil henchido de sudor, olores, niños y ruido, ¿qué justifica su masificación? Puede que el agotamiento. Habida cuenta de la explotación laboral que sufrimos todas y todos, el trabajo precario, la tiranía burocrática, alquileres abusivos, hipotecas asfixiantes, falta de tiempo de calidad, ausencia de relaciones humanas cálidas y serenas, guerras, discusiones, envidias, rencores, divorcios y tantísima basura que nos habita a diario, la única salida posible a tanta ruindad es huir a lugares que faciliten el no-pensar. La cosa es no-pensar, no-vivir y no-transformar. Ante el dilema veranear o revolución, siempre la inacción. Así que uno entiende –entender es un decir– que la obsesión veraniega se fundamenta en que vivir es cansado. Conste en acta.

https://www.levante-emv.com/opinion/2025/09/25/vivir-agotador-121906544.html


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