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¡Niños no!

He sido víctima en no pocas ocasiones de la idiotez moral de progenitores impertérritos ante la escandalera de sus vástagos. Cierta noche cené a todo gas y en silencio sepulcral para largarme a otro lugar. Imposible dialogar rodeados de una multitud abigarrada de críos vocingleros. Compartíamos terraza (es un decir) al aire libre, mientras, sus arteros padres, cenaban sosegadamente en el interior del local, ajenos al barullo y haciendo suyo aquello de «ojos que no ven…». De poco sirvieron varias quejas al camarero, quien, apurado y avergonzado, no sabía cómo mediar ante la impasibilidad de esa desdeñosa chusma causante de tal tragedia gastronómica (los padres, es otro decir).

Parece injusto cargar tanta responsabilidad a los mocosos. Pero, ¿y sus indolentes padres? A buen seguro que maldicen a quienes requerimos espacios libres de niños. Exigirán el derecho a pasearse con sus retoños de aquí para allá, apelando a la libertad, respeto, tolerancia y blablablá. Padres y madres exhortativos hábiles en maldecir a quienes, desde idéntica libertad a la suya, elegimos una existencia libre de niños. La tiranía de la «normalidad» carga su munición contra quienes, como un servidor, dedican tiempo y energía a otros menesteres. Se trata de una opción voluntaria que a nadie daña. Llegamos a admirar a quienes, por mor de razones genealógicas, sacrifican su vida con un acto de egoísmo y linaje dinástico.

Llegan los espacios libres de niños. ¡Sea bienvenida esta prohibición! A fin de cuentas, ¿qué es si no el reservado el derecho de admisión?

Llegan los espacios libres de niños. ¡Sea bienvenida esta prohibición! A fin de cuentas, ¿qué es si no el reservado el derecho de admisión? Cada uno acudirá donde quiera o pueda y aquí paz y después a la sobremesa. Los heroicos vigilarán a sus chavales. Otros, libres de barullos, charlarán sobre Kant o Isabel Pantoja, asuntos mayores y de máximo interés. Que nadie nos acuse de insensibles o apáticos. Sólo anhelamos una sana convivencia. Y que nadie mente a nuestros antepasados porque, sin maldad ni alevosía, deseamos que se vayan con el estruendo a otra parte. Sin acritud ni mal rollo, créanme: ¡niños no!

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