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Turismo de garrafón

Adaptación de una cita de J. J. Rousseau en su célebre obra «Discurso sobre el origen de las desigualdades» (II, 1): «El primero a quien, habiendo cercado un terreno [cerca del
mar], se le ocurrió decir ‘este es mío’ y encontró personas bastantes simples [en la playa] para creerle, fue el verdadero fundador de la propiedad privada [y del turismo de garrafón]. ¡Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las [sombrillas de
playa], hubiera gritado a sus semejantes: ¡Guardaos de escuchar a este impostor [turista de litrona]; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra [y la playa] no es de nadie». Traigo al filósofo francés a cuenta de la turistificación, especialmente en verano, una estación propensa a permitirlo todo, aquello que, en valenciano, englobamos bajo el concepto ‘desgavell’: alquileres desorbitados, fiestas sudorosas, globalización del hacinamiento –en la playa, restaurantes, chiringuitos, supermercados, centros de salud y largo etcétera– y una insociable sociabilidad engrasada bajo el paraguas del turismo, una suerte de clase social incapacitada mentalmente por el fin último de «disfrutar» de unas discretas vacaciones que ayuden a anestesiar el mal recuerdo que supone vivir bajo el yugo de la clase dominante. Parece que el turismo de baratillo –el de playa, en esencia– democratiza el «derecho» a la desconexión y a la explotación capitalista aunque, en verdad, anestesia la conciencia precaria. La gente se reconoce en la servidumbre de los apartamentos turísticos, en la piscina plagada de familias con críos/as insoportables y en la mendicidad de un asueto precario –como toda condición humana.

La cutre y mundana turistificación cuenta con patrocinadores, esto es, las políticas públicas turísticas de localidades costeras, póngase por caso Benidorm, Cullera o Gandia. Lo patético nunca sería posible sin el fervoroso empeño de sus mandatarios, ávidos de impuestos, mogollones y bocatas grasientos, quienes idean festivales con el ánimo de reforzar la ramplonería para contentar a la chavalada quinceañera y cuarentona –hoy se estira mucho la adolescencia, ya saben. Cambiar este paradigma de turismo insostenible y mediocre precisa de un giro copernicano mental decrecentista, a saber: recuperar el sentido de la vida vacacional, apropiarse de la existencia y sus formas de belleza por encima de los intereses económicos que benefician a la clase dirigente. Podemos disfrutar mejor de las vacaciones con menos. Esto implicaría obtener menos beneficios económicos para las arcas públicas, reduciría las inversiones, obviamente, aunque, por el contrario, se invertiría en calidad de vida, disfrute, tiempo, simplicidad. Caerían las obras faraónicas, la muchedumbre devoradora de fritangas, los hoteles lujosos y los molestos apartamentos turísticos. Volverían las personas, la vecindad, el disfrute de un veraneo sin turistificación. Claro que esto, a buen seguro, no interese a quienes gobiernan en Benidorm, Cullera o Gandia. Prefieren la pompa capitalista como buenos aburguesados, discípulos del capitalismo salvaje y cómplices de la destrucción del planeta.

Denunciemos su visión del mundo egoísta, de los recursos naturales, de la ciudad. La ciudadanía mendiga vacaciones y esto les permite actuar impunemente. Pero algunos/as sabemos que este modelo turístico no es responsable, ético ni humano. Por eso nos meten decibelios, para ensorcedernos. Así logran el beneplácito de un turismo de garrafón silente. No cuenten conmigo.

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