Turistificación
Movido por un insaciable espíritu investigador veraniego, alquilé un apartamento turístico en la playa de Cullera con el fin de realizar un trabajo de campo. Puesto que la academia desconfía de quienes exploramos sin becas ni subvenciones, aportaré mi valioso estudio en este espacio que me brinda Levante-EMV.
El aparentemente inocente neologismo «turistificación» acuña el absurdo existencial que supone colapsar de bullicio la cotidianidad. Hubo un tiempo en que el ser –que se dice de muchas maneras– se manifestaba como clientela, vecindad, pandilla veraniega, abuela de verano, dominguero/a… Hoy el ser ha mutado a la nada. Quiere decirse que nada queda de la cuadrilla de amistades de verano, de ese comercio familiar que nos ahorraba pasar por caja en las grandes cadenas o de las cenas de sobaquillo a pie de calle para conversar con las vecinas. La turistificación, como expresión de la nada, engulle el lado humano de la época estival. El capitalismo turistifica, es decir, monetiza el alma, por eso devora aquellas actividades desinteresadas cuyo único fin era pasarlo bien, compartir el asueto, hacer más amigable el tiempo libre. No puede permitirse que un grupo de adolescentes conversen en un banco sin intervenir en el mercado –así piensa el capital y sus secuaces. El propósito de mercantilizar la vida logra que entren en la rueda monetaria seducidos por las copas de un ruidoso chiringuito, capacitado para contaminar acústicamente hasta las cuatro de la madrugada. El ayuntamiento fingirá velar por el «descanso» de la ciudadanía (sic) con la astucia de nadar y guardar la ropa. No quiere quejas de la gente aunque prioriza el motor económico por encima de la calidad existencial de ésta; los hipócritas gobernantes intentan quedar bien con todo el mundo, cuestión inaudita porque el conflicto de intereses entre el capitalismo y el decrecimiento no permite medias tintas. Quien promueve la turistificación vendió su alma al diablo. Podemos vivir mejor con menos como se puede promover un turismo mejor con menos, pero, este tipo de discurso, a ojos de un alcalde cualquiera, produce monstruos. La nada prevalece y, verano tras verano, el capitalismo feroz circula libremente entre promesas de una «sostenibilidad» insostenibilidad.
Violeta Peraita escribía recientemente en estas mismas páginas sobre la tradición de salir a la fresca «con todas las de la ley». Algunas ordenanzas municipales regulan el corte de calles por parte de señoras talluditas hábiles en «fer barret». El capital intercede en estas actitudes revolucionarias y desafía a las «manolitas a la fresca» –un interesante podcast, por cierto, de Selma Tango, especialista en feminismo, menopausia y rocanrol. Tiene narices la regulación del tráfico de «salseo» cuando la turistificación se caracteriza por la falta de límites en pro del mercado. Puede que ese resentimiento hacia estas pobres señoras provenga del acto revolucionario que supone tomar la fresca sin pasar por caja, una actitud improcedente a ojos de la ideología de las arcas municipales. Podrían centrarse en el impacto ambiental, psicológico y emocional que supone un chiringuito en la playa, algo más serio y preocupante que las manolitas a la fresca, pero, si lo hicieran, perderían las elecciones aunque ganase la vida. Y entre la política turística psicópata de los gobernantes de la playa y nuestra cordura existencial, no lo duden, siempre ganará la locura.