¡A la cola!
Para conocer el grado de turistificación de cualquier ciudad tomaremos como patrón de medida las colas. La España vaciada, por irnos al otro extremo, se define por la ausencia de personas guardando turno. Nunca se manifiesta ese desasosiego propio de la espera –en el supermercado, la cafetería o la gasolinera– habida cuenta de que te atienden al momento. Cabe la posibilidad de que entres en un lugar y te saluden, te atiendan y sirvan en cuestión de segundos. Te reconocen como sujeto, que ya es decir. Se cosifica en esas bulliciosas terrazas de playa donde anulan la intersubjetividad y acabas sintiéndote un fantasma: miras pero nadie te considera mientras mendigas atención con un «perdón» que nadie oye. Los espacios saturados de turismo denigran tu yo. No importas a nadie porque, entre la multitud, tu cuerpo apenas se distingue de otros. Pensaba esto observando la masa uniforme de sombrillas de playa en Cullera, colapsada desde las ocho de la mañana y en la que difícilmente se distingue a sujetos de objetos. La primera cola del día la forman viejos erigidos en vigilantes de la playa. Hombres setentones que clavan su sombrilla en la arena con el ímpetu de quien pisa la Luna por primera vez. Están satisfechos de privatizar una parcela de la costa para que luego la disfruten las señoras, hijos/as y nietos/as.
No bajé a la playa ni un solo día de mis vacaciones en Cullera. Por ese motivo, mi primera cola fue siempre para comprar los periódicos. El local abría a las 8:30 horas y yo llegaba quince minutos antes. Seis o siete señores guardaban su turno aunque ignoro desde cuándo. Esa cola me hacía sentir un pipiolo porque los más «jóvenes» habían cumplido sobradamente los sesenta años. Quiere decirse que muchachos cuarentones y estupendos como yo raramente adquieren la prensa en papel. En cierta ocasión, una señora muy señora –sesentona y madrileña, entiéndase– exclamó sorprendida: «¡Son ganas de hacer cola para el periódico!». La sujeta se alarmaba por un grupo de tipos pacíficos dispuestos a documentarse antes de empezar la jornada. La sorprendida indocumentada –nunca mejor dicho– profería esto cuando se dirigía a la playa a las ocho y algún minuto de la mañana, un dato que acredita la absurdez de la mente humana puesto que, entre desayunar con el periódico y dirigirse a tomar el sol de madrugada, esto último parece más disparatado y psicópata. Uno/a tiene que ser muy anormal para pasarse delante del mar las 6 ó 7 horas de la mañana, a remojo como los garbanzos y oliendo los sudores de otros turistas.
También había que guardar cola en algunas cafeterías para desayunar. Por fortuna, pude evitarlo ya que prescindo de estas dictaduras si cabe otra alternativa. En algunos bares bastaba con sentarse. Uno leía como buenamente podía ya que el turista precario suele ser ruidoso e indecoroso. Nadie se sorprenderá de que estemos a la cola del turismo decrecentista, ético y ecológico. Cullera es una guerra de todos contra todos (y todas). Políticas públicas de baratillo para un turismo precario a la cola de la cola. La playa deviene un atiborrado mercadillo y si te cuelas… ¡A la cola!